La duquesa de Alba
María del Pilar Teresa Cayetana de Silva fue, entre otros muchos títulos, la XIII duquesa de Alba, uno de los títulos nobiliarios más importantes de España, de más de quinientos años de antigüedad. Fue la única hija del matrimonio formado por Francisco de Paula de Silva Álvarez de Toledo, duque de Huéscar, y María Ana de Silva, duquesa de Arcos. El padre falleció cuando María Teresa tenía ocho años, por lo que heredó el ducado de Alba directamente de su abuelo.
Desde muy joven destacó por su belleza, potenciada por su larga y rizada melena oscura, y por su carácter afable y jovial, lo que la convirtió en musa de artistas, dramaturgos y poetas, entre otros admiradores. A la vez, le valió fuertes enemigos, como la reina María Luisa de Parma o el ministro Manuel Godoy, probablemente celosos de la popularidad de la duquesa.
Goya la retrató por primera vez en 1795, cuando María Teresa tenía treinta y tres años, vestida con un favorecedor vestido de muselina blanca ceñido a la cintura con un ancho lazo rojo, conjunto que fue inmediatamente imitado por numerosas damas de la alta sociedad. En dicho retrato la duquesa señala hacia el suelo, donde se halla un pequeño perro, también blanco y adornado con un lazo rojo, y la firma del artista, que dice: “A la duquesa de Alba. Francisco de Goya 1795”, como si estuviera trazada en la arena. La ubicación de la firma en el nivel más bajo, el del suelo, y, además, en el mismo espacio que ocupa el perrito, se ha interpretado como un signo de la sumisión, la fidelidad y la lealtad del pintor a su mecenas, ideas que el pintor ya había incluido, con distintos recursos, en retratos anteriores, como el que hizo del conde de Floridablanca o de la familia del Infante don Luis en la década anterior.
Además del retrato de la duquesa, Goya pintó ese mismo año el de su esposo, el duque de Alba, también de cuerpo entero pero apoyado elegantemente en un mueble y con una partitura del compositor Haydn en la mano, y el retrato de la madre del duque, la marquesa viuda de Villafranca, ejemplo extraordinario de la habilidad de Goya para la captación psicológica de sus modelos. También se sitúan en esos momentos dos pequeños cuadritos en los que el pintor captó varias escenas cotidianas de la vida de la familia.
Dos años después, en 1797, Goya volvió a retratar a la duquesa de Alba, ya viuda. De nuevo la mostró de cuerpo entero y de pie ante un fondo de paisaje en alusión a sus numerosas posesiones, pero vestida con un traje de maja de color negro. Sobre él destaca otra vez el color rojo de la faja que anuda en la cintura mientras que, en este caso, cubre su melena con una mantilla, también de color negro. En las mangas y adornos de la falda se advierte de forma extraordinaria la libertad y la precisión de pincelada del artista. Como el retrato anterior, está concebido como un homenaje a la belleza, la gracia y la elevada alcurnia de la dama, equiparándose Goya con sus pinceles a los poetas que la habían cantado con sus versos. En esta ocasión, en la inscripción en el suelo a la que señala se lee: “Solo Goya”, frase que se ha tomado como señal de una relación amorosa entre la modelo y el pintor, en vez de interpretarse como una muestra de la fidelidad artística de la duquesa para con
Goya, correspondiente a la que había mostrado el artista en el retrato del vestido blanco.
La leyenda de una relación amorosa entre la duquesa y Goya se forjó en las primeras décadas del siglo XX y ha hecho correr ríos de tinta, ha alimentado novelas y se ha llevado también al cine, añadiendo confusión a un hecho sobre el que no existe ninguna base fidedigna. Distintas referencias, como el propio testimonio de Goya en una carta a su amigo Martín Zapater, en el que le cuenta que la duquesa había ido a su estudio para que le maquillase la cara, algo que él decía le gustaba más que pintar en lienzo, revelan sin duda cercanía entre ambos personajes, pero no por ello tenía que tratarse de una relación sentimental, algo que era imposible en una sociedad clasista y altamente desigualitaria como lo era la sociedad de ese momento, en la que un artista era un asalariado al servicio de un cliente que, además, en este caso, se situaba en la más alta escala dentro de la clase aristocrática.
Por otro lado, la duquesa de Alba se mostró muy cercana a un elevado número de personas. Era reconocida y querida por su amabilidad, generosidad y sencillez de trato con amigos y empleados, a muchos de los cuales incluyó en su testamento al no tener heredero directo a quien dejarle sus bienes, ya que nunca tuvo hijos.
Goya solo retrató una vez más a la duquesa y fue con destino a su monumento funerario, tras el fallecimiento de María Teresa en 1802.